Alberto Leiva

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El diario de Jensen – Capítulo 1: «El origen de un destino»

El diario de Jensen – Capítulo 1: «El origen de un destino»

 

El diario de Jensen - Capítulo 1: «El origen de un destino»

EL DIARIO DE JENSEN

CAPÍTULO 1: «EL ORIGEN DE UN DESTINO»

 

Hola, mi nombre es Jensen. Tengo treinta y dos años y vivía en Vigo, en un duodécimo piso en la avenida de Castelao. Trabajaba como vendedor de zapatos en el centro comercial más antiguo de la ciudad. Se podría decir que tenía una vida normal, pero como todo en esta vida, lo bueno se acaba. Para que todo esto tenga sentido, retrocederemos tres semanas.

Tres semanas antes…

La jornada laboral está siendo demasiado intensa. Para colmo, esta semana estoy hasta el cierre y se vuelve interminable. Miro el reloj y me llevo una grata sorpresa, ya es hora de salir. Me acerco al terminal más cercano, ficho, y me voy hacia el ascensor.

Los trabajadores solo podemos salir por la puerta de personal. Para llegar hasta ella tenemos que coger uno de los dos ascensores que te llevan al sótano. La idea es buena, pero cuando quieren salir más de doscientas personas a la vez, pues se saturan. Una vez llegamos al sótano, hay un pasillo bastante largo con dos puertas como las de los hospitales. Esas que están en medio del pasillo sin ningún sentido, o al menos, para mí no lo tienen. Después del pasillo llegas a unas escaleras que por fin te llevan a la salida. Al igual que los ascensores, también suelen estar saturadas con la gente que se queda fumando en la puerta. Parece que no son capaces de dar cinco pasos más para no bloquearle el camino a los compañeros. Justo cuando voy a salir por la puerta una mano golpea mi espalda, me giro, y veo el rostro de Mark, uno de mis mejores compañeros, él también está en la sección de zapatería. La parte negativa es que yo estoy en la cuarta planta y él en la segunda, apenas nos vemos, salvo si coincidimos en el almacén que está en mi planta, o si tengo que ir a buscar algún par de zapatos que tiene expuesto.

—¡Jensen, ya es fin de semana! ¿Qué piensas hacer?

—Creo que mi único plan será tirarme en el sofá, me duele muchísimo la espalda.

—Tienes que ir a mi fisioterapeuta, ya te lo he dicho muchas veces. Yo voy una vez a la semana y me deja como nuevo.

—Tienes razón, si el lunes me sigue doliendo iré.

—Claro tío, te va a dejar como nuevo.

—¿Y tú qué? ¿Vas a salir de fiesta?

—Pues sí, quedé con unos colegas en El Bar de Moody.

—¿En ese bar no pasó algo relacionado con una mafia o algo así?

—Sí, pero eso fue hace tres años, ahora el local está muy depurado y ha cambiado de dueño. Según dice la gente a Moody se lo cargaron por un ajuste de cuentas, pero ya sabes que de lo que se dice a la realidad, hay un trecho muy grande. —Mark hace una pausa mientras le da una calada al cigarro—. Pues una de las chicas que bailaba en el local lo compró, y conservó el nombre en su memoria. Ahora no es más que un buen lugar donde ir a tomarse unas cuantas copas, ya sabes.

—Algo había escuchado, pero no conocía la historia al detalle.

—Pues vente, que así te presento a una nueva amiga.

Mark me guiñó un ojo como dándome a entender que era su nuevo ligue y que quería presentármela para que le diera mi visto bueno.

—Bueno, si al final me animo te aviso, pero no creo, cada vez me duele más.

—Bueno, pues yo me marcho, hablamos —dijo Mark mientras le daba un abrazo a Jensen.

—Pásalo bien Mark.

Tras despedirme me voy andando hacia mi casa. Mark es un buen tipo, empezamos a trabajar el mismo día y en la misma sección. En teoría solo estaríamos la campaña de navidad, pero al concluirla, nos hicieron contrato indefinido. Siempre tiene una buena historia que contar, más excitante y más interesante que la anterior. Debería escribir un libro sobre ellas, seguro que ganaría mucho dinero.

La noche se acerca por el este mientras los últimos rayos de sol dan lugar a una luz tenue en el oeste. Se puede caminar sin esa sensación de agobio producida por el calor. Lo bueno es que a esta hora no hay mucha gente por la calle y la temperatura es bastante agradable. Es un momento de relax, más que necesario después de pasarme toda la tarde atendiendo gente sin parar. En el fondo no es un mal trabajo, pero hoy estoy agotado. Hay días en los que odias estar allí dentro y deseas con todas tus fuerzas que los minutos se conviertan en segundos, pero eso no va a pasar por mucho que mires el reloj. Luego hay otros días en los que estás tan a gusto que no quieres irte, pero cuando te das cuenta, ya es hora de marcharse para casa.

Sigo caminando inmerso en mis pensamientos, aislado del espacio y del tiempo. Sin darme cuenta ya estoy en Plaza América. Lo que quiere decir que en quince minutos más o menos llegaré a casa.

La ciudad se despide del ajetreo del día para adentrarse en las profundidades de la noche. Las estrellas son las únicas que permanecen como espectadoras, dispuestas a no contar nada de lo que suceda en la oscuridad.

Al escuchar la puerta de mi casa cerrándose, siento un gran alivio, ya puedo disfrutar de mi fin de semana. Mis únicos planes serán decidir si quiero tirarme en en la cama o en el sofá. Un descanso que mi espalda me agradecerá sin lugar a duda.

Cuanto más tiempo pasa, el dolor se vuelve más intenso, como si me hubieran clavado un cuchillo en la espalda y lo estuvieran retorciendo. Me voy a tomar un ibuprofeno, con suerte me aliviará un poco y podré tener una noche tranquila. Lo siento por Mark, le mandaré un mensaje diciéndole que tendrá que ser para la próxima, que hoy no puedo salir. Necesito descansar si quiero durar otra semana más. Me daré una ducha y luego veré la tele mientras ceno algo.

Adoro la sensación del agua caliente cayendo sobre mi cabeza, creando ese sonido relajante que te envuelve y hace que te sientas como si estuvieras debajo de una cascada, transportándote a algún paraíso perdido, de esos que están en medio de la selva.

La ducha me provoca un efecto sedante que hace que camine como un zombi, voy tropezando con todo lo que se pone en mi camino. La espalda me duele muchísimo más, el ibuprofeno no me está haciendo nada.

Voy a la cocina y caliento las sobras de la comida en el microondas. No es más que un poco de arroz con medio filete de ternera. No es mucho pero me llega. Cojo una cerveza de la nevera, para ser exactos es una tostada y con sabor afrutado, tipo belga. Sin duda son mis preferidas. La abro y echo el primer trago directo de la botella, largo e intenso. Siento como refresca mi boca y mi garganta, como desciende suavemente mientras me impregna su sabor.

Me voy al salón y me siento en el sofá. Apoyo el plato con mi cena en una mesa plegable que compré hace unos años por un anuncio de teletienda, cojo el mando de la televisión y comienzo a cambiar. Joder, tantos canales y no ponen nada bueno en ninguno. Lo único que me queda, es ver las noticias.

Cada vez me duele más la espalda ¡Ahhh! ¡Qué horror! ¡No puedo! ¡Ahhhhgg!

¿Qué ha pasado? ¿Por qué estoy en el suelo? Lo último que recuerdo fue un dolor punzante en mi espalda seguido de un fuerte crujido. Al incorporarme la cabeza me da vueltas, estoy mareado. Tengo que lavarme la cara, necesito espabilarme. Camino por el pasillo hasta el baño chocando con las paredes, de lado a lado, aturdido, como si me hubiera estallado una granada a pocos metros. Cuando llego al baño enciendo la luz y abro el grifo. Cojo agua con mis manos y froto mi cara. Un grito se escapa de mi boca al ver mi reflejo en el espejo. El corazón quiere escaparse de mi pecho, no doy crédito a lo que estoy viendo.

—¡Sss… son… son alas! 

Esas fueron mis palabras al ver que de mi espalda salían dos alas grandes y fuertes. Alas de color blanco con un ligero plumón, como el que tienen las crías de aves. Tienen un tono brillante. ¿Qué demonios es esto? ¿Por qué me han salido? ¿Qué he hecho? Montones de preguntas se agolpan en mi cabeza peleándose entre sí por ver cuál es la primera en obtener una respuesta. El mareo se va desvaneciendo y el dolor ha desaparecido. Un fuerte impulso interior hace que eche a correr hasta la azotea del edificio. Salgo de mi casa y subo las escaleras sin sentir la más mínima sensación de cansancio. Cuando llego a la azotea, sigo corriendo y me freno en el borde. El tiempo se ralentiza y mi corazón reduce considerablemente los latidos. Puedo escucharlos en mi cabeza como un péndulo relajante. La tranquilidad me invade durante un breve espacio de tiempo. Una fuerza interna me dice que salte y que despliegue mis alas.

Salto, sin saber muy bien qué va a pasar. Mis alas se extienden, y como por arte de magia, consigo planear. Me siento más vivo que nunca y una sensación indescriptible de libertad se apodera de mi cuerpo. 

¡Mierda, voy a chocar contra el edificio que está enfrente!

—¡Auuuchhh!

El golpe fue de lo más absurdo, como esos vídeos que ves en la televisión de golpes a cámara lenta. La caída fue dura. Me golpeé contra la fachada del edificio a la altura de un cuarto piso. Aunque parezca increíble, no me ha pasado nada, ni siquiera un rasguño. Por suerte para mí he caído en un callejón donde no había nadie. Parece que tengo que aprender a utilizar mis nuevas extremidades. Es como montarse en bicicleta por primera vez, que no sabes hacer giros ni frenar. Ahora necesito subirme al edificio para volver a casa. No quiero pasearme por las calles con dos alas en mi espalda, podría sembrar el caos y ser el centro de atención. Empezarían a perseguirme y mi vida cotidiana se iría al traste, si no lo ha hecho ya. Por ahora tengo que ir a mi piso y esconderme hasta que se me ocurra una solución.

Me pregunto a qué altura llegaré si doy un salto. 

—¡Jodeeeeer, llego hasta el segundo piso!

Vuelvo a saltar y me agarro a la pared del edificio clavando mis dedos en la fachada. Intento evitar las ventanas para que nadie pueda percatarse de mi presencia. Poco a poco consigo llegar al tejado. Me vuelvo a lanzar, esta vez en dirección a mi casa. Es espectacular como se ve la ciudad desde aquí arriba. Al rato, ya veo mi edificio y me encamino hacia él.

¿Qué haré ahora? ¿Podré volver a trabajar? ¿Ya no podré relacionarme con la gente? ¿Cómo reaccionaría la gente si me viera con alas? Montones de preguntas resuenan en mi cabeza otra vez. Una tras otra, mezclándose sin ningún tipo de respuesta. Es curioso como en un momento puede cambiar todo. Quizás ya no pueda volver a ser el que era antes. Tampoco sé cómo será mi vida a partir de esta noche. Ni siquiera sé porqué me han salido estas alas.

Sea como sea, no puedo permitir que nadie me vea. Eso sería ponerme en peligro y ni siquiera soy capaz de girar con suficiente rapidez como para esquivar un edificio. Necesito descansar, mañana analizaré todo con más detenimiento.

Desciendo en mi edificio y bajo por los trasteros hasta el descansillo de mi piso. Nunca me alegré tanto por vivir en un duodécimo. Compruebo que no haya nadie y corro hasta el interior de mi casa, me tumbo en la cama y con un acto reflejo como si llevara toda la vida haciéndolo, me envuelvo con las alas. En cuestión de segundos mis ojos se cierran dando paso a un sueño profundo.

A la mañana siguiente me despierto muy cansado, como si no hubiera dormido en semanas. Miro hacia los lados y no consigo verlas. Mis alas… han desaparecido. No lo entiendo, no puede ser. Apenas recuerdo que ha sucedido esta noche. Sé que fui al baño y vi que tenía alas, luego salí de casa y subí las escaleras corriendo hasta la azotea. También recuerdo que salté. Luego solo tengo cosas borrosas y distorsionadas. También recuerdo cuando me tiré en la cama a dormir. 

¿Por qué ya no tengo las alas? ¿Saldrán solo por la noche? Quizás sea como los hombres lobo que solo se transforman con la luna llena, aunque eso son leyendas. Quizás debería creérmelas después de todo. Preguntas, preguntas y más preguntas rebotando en mi mente. Me voy hasta el baño y en el suelo contemplo un par de plumas blancas. Son distintas a las de cualquier ave. Tienen brillo, y al tacto son completamente diferentes, esto demuestra que no ha sido un sueño.

Menos mal que es domingo y no tengo que ir a trabajar. El problema vendrá mañana. ¿Y si cuando esté trabajando de repente me salen las alas? Sigo sin entender nada. Como medida desesperada buscaré en el único lugar donde hay respuesta para todo, internet, si te ocurre algo seguro que le ocurrió a alguien antes. 

Me voy al ordenador que está en el escritorio de la habitación del fondo y abro el navegador. Me quedo mirando un rato sin saber muy bien que escribir. ¿Con qué debería empezar? Lo único que se me ocurre es: «me salieron alas». No sale nada interesante, solo hay comentarios de gente con sueños estúpidos. Nada que me pueda servir. Quizás debería buscar algo de mitología. Lo que aparece es la historia de Ícaro y su padre, Dédalo. Al ir leyendo descubro que estuvieron encarcelados en una torre en Creta. Dédalo construyó unas alas hechas con plumas y cera, las que utilizó junto a su hijo para escaparse volando. Ícaro desaconsejando las advertencias de su padre ascendió demasiado alto. La cera se reblandeció y de ese modo sus alas se rompieron. El desenlace fue fatal, la caída fue tan alta que se mató en el acto. Por el contrario Dédalo pudo llegar a Sicilia volando y así consiguió salvar su vida.

Después de un gran rato no consigo encontrar nada. Quizás en la biblioteca haya algo más. Tengo que ir hasta allí, hoy es el único día libre que tengo. Hay una sección de libros antiguos que podría tener alguna respuesta.

Desayuno un café rápido y me ducho. Sin perder ni un minuto más me pongo en camino. Me visto con lo primero que encuentro: un pantalón vaquero, una camiseta verde y una sudadera. Salgo de mi casa y me toca esperar, como no. El ascensor siempre tarda unos minutos en llegar, y si le llaman desde un piso inferior, estás perdido. El punto negativo de vivir en un duodécimo. Al llegar al portal me encuentro a la señora Rosa, la del octavo. 

—Buenos días Jensen, ¿viste que día más magnífico tenemos hoy?

—Buenos día Rosa, ya veo. Ya tenemos aquí el verano.

—Si hijo sí, ya estábamos cansados de la lluvia.

—Pues sí.

—A ver si con este tiempo vienen a visitarme mis hijas, que esas desgraciadas hace días que no vienen a verme.

—Bueno mujer, igual están trabajando.

—Qué van a estar trabajando, tienen tiempo para ir de «comiditas» pero no para visitar a su madre. Ya puedo estar muriéndome que aquí nunca viene nadie.

—Bueno, ya vendrán a verla, tengo que dejarla que llego tarde a un sitio.

—Vete Jensen, por mi culpa no llegues tarde.

—Pase un buen día Rosa.

—Adiós.

Es curioso, casi siempre me la encuentro al entrar o al salir. Siempre me dice lo mismo, primero me habla del tiempo y luego me habla de sus hijas. Cuando nos hacemos mayores tendemos a repetir las cosas y a pensar que nadie nos quiere. Así es la vida.

Se nota que estamos a veinte de junio, puedes salir a la calle en camiseta y no sentir frío. En Galicia es raro que no llueva día sí y día también. Vigo que está al sur de la comunidad tiene un microclima especial. Siempre hace más calor y menos lluvia. Lo mejor de vivir en la avenida de Castelao es que hay un gran jardín y montones de árboles, puedes respirar como si estuvieras en tu propia casa con finca.

La biblioteca está en el casco vello, en el centro de la ciudad. Podría ir en autobús, pero necesito despejarme y respirar un poco de aire. Me gusta andar, te permite ver a la gente en su día a día. Eres como ese espectador de reality, como un fantasma, observando todo lo que pasa a tu alrededor. Otras veces te ves inmerso en situaciones casuales totalmente variopintas. ¿Casualidad… realmente, qué es la casualidad? ¿Qué ayer por la noche me salieran alas fue simple casualidad? Yo pienso que en la casualidad va implícita la causalidad. Pienso que tiene que haber un porqué a todo lo que nos pasa, y aunque pueda haber un camino marcado, siempre podremos elegir lo que queramos. Pero si algo tiene que pasar, pasará. Por muchas vueltas que demos, terminará pasando. Por lo menos en las grandes cuestiones de nuestra propia vida. En temas secundarios de nuestra historia hay cosas que pueden pasar o no, eso lo elegimos nosotros. Como por ejemplo dar una patada a una piedra del suelo. Que a su vez podría ser un tema principal y el hecho de golpearla desencadenaría una situación que tenía que pasar. Por ejemplo, un escritor o un pintor, quizás está bloqueado en una historia o un cuadro, y al dar esa patada, se genera la chispa de la inspiración y visualiza su próxima obra. También pienso que estamos diseñados para equivocarnos, ya que tenemos la capacidad de superarnos en nuestros errores y así evitar que volvamos a cometerlos. En principio es una mejora personal, pero al vivir en grandes núcleos nos afecta a todo el conjunto. Lo que mejoro yo, se lo cuento al vecino y el vecino aprenderá que si hace eso, evitará que le pase algo malo porque ya le ha pasado a alguien que conoce, no tendrá que equivocarse para darse cuenta.

Cuanto más sufrimos con algo más evolucionamos. Si todos fuéramos felices no aprenderíamos nada de las situaciones de cada día. De este modo, no conseguiríamos evolucionar y desapareceríamos. Con esto puedo decir que a día de hoy me siento feliz por pensar así. Por querer tener una respuesta y mil preguntas ansiosas por tener su propia solución.

De repente dejo de pensar por un instante. Una chica que está al otro lado de la calle capta toda mi atención. Su mirada se cruza con la mía y nos quedamos atrapados. Es preciosa. Su pelo que se deja caer más allá de sus hombros es oscuro, largo y liso. Lleva sus labios pintados de color rojo, a juego con sus zapatos y su bolso. Su piel es morena, con cierto toque caribeño. Lleva un vaquero rasgado y una camiseta de Guns n’ Roses que deja al descubierto su hombro derecho. Su caminar es elegante. Sus pasos son firmes y rápidos, denotando seguridad. Pero lo que realmente llama mi atención, son sus ojos. Son grandes y expresivos, consiguen detener mi tiempo, hipnóticos, simplemente preciosos. Entonces ocurre, su mirada se aparta de la mía y se centra en un taxi al que se aproxima para subirse. Al abrir la puerta trasera su mirada vuelve a cruzarse con la mía. Se me clava y me atraviesa. Mi corazón quiere correr tras ella, o al menos eso me quiere hacer creer con sus latidos. Mi mirada se despista por algo que se desprende de su pelo. Ella sube al taxi sin darse cuenta de que ha perdido algo. Sin pensarlo ni un segundo, cruzo la calle a toda prisa sin mirar hacia los lados. Un coche frena en seco para no llevarme por delante y me pita con intensidad. Le hago un gesto con la mano pidiendo disculpas, pero ni siquiera le miro. Cuando por fin llego a donde estaba la chica, descubro que se le ha caído una pinza del pelo. Su perfume aún está desvaneciéndose en el aire, es perfecto, tiene un leve aroma afrutado.

La pinza tiene una flor roja. Sin saber muy bien porqué, decido guardármelo con la esperanza de volver a verla y así devolvérselo. Esto hace que piense en mi teoría de la casualidad de antes. Pude correr y coger su objeto perdido, o pude girar la cabeza y seguir mi camino hacia la biblioteca. Sea como sea, por un momento tuve mi mente en blanco. Solo podía admirar su belleza. Su mirada me transmitía nerviosismo y tranquilidad al mismo tiempo. El nerviosismo de la primera vez, y la tranquilidad de sentir que todo está bien, sin necesidad de decirse nada.

Continúo mi camino pensando en ella. ¿Volveré a verla? o por el contrario todo se habrá acabado ahí, con su última mirada antes de entrar en el taxi. Entre pensamientos consigo llegar a mi destino. Cuando llego veo en la entrada a los yonquis de siempre. Pidiendo que alguien les dé algo de dinero para poder seguir en ese estado de realidad alternativa. Abstraídos del mundo, en su mundo, sin la más mínima noción del tiempo. Quizás todo sea más fácil así. Esquivo sus miradas para evitar un incomodo: «no tengo nada». Quizás sea un desalmado, pero no pienso darle dinero a alguien para que pueda drogarse y destruir su vida. No está en mi mano decidir si debe o no debe autodestruirse. Lo que no pienso, es contribuir en ello. Saludo a la recepcionista, una señora de unos cuarenta y cinco años. Es rubia y de estatura normal. Lleva ropa clásica y tiene un toque entrañable.

Para llegar a los libros hay que atravesar un pasillo de unos diez metros. En él, siempre hay un montón de publicidad por las paredes, ya sean concursos infantiles, clases particulares, cursos de iniciación, y un largo etcétera de actividades.

Me dirijo a los ordenadores para consultar la base de datos. Justo está libre el de la esquina derecha, el que está junto a la pared. Perfecto, así no me molestará nadie. Estos equipos están bastante bien. Los pusieron hace dos años con software libre, quizás sea más complicado usarlos, pero van más rápido.

Tras revisar montones de libros salgo de la biblioteca sin haber resuelto ni una de mis dudas. Lo único que ha merecido la pena del viaje ha sido ver a la chica de la pinza del pelo, ese es el único nombre que tengo, «la chica de la pinza del pelo». Salgo de la biblioteca con una sonrisa tonta en la boca, de esas que solo salen cuando piensas en la persona que ha agitado tu mundo. No sabes muy bien cómo, pero sí que ha dejado todo hecho un desastre. Uno de los yonquis de la entrada me dice algo que no consigo entender. Continuo caminando y en cuestión de dos segundos escucho como otro le empuja hasta tirarlo al suelo. Eso siembra otra duda en mí, ¿se habrán alterado mis condiciones físicas? Debería probarme, iré corriendo hasta casa.

Después de un kilómetro más o menos me empiezo a fatigar, mi pulso se acelera, mi respiración se desboca y empiezo a cansarme. Mi velocidad es la de siempre, es como si fuera normal. Pruebo a saltar y nada, mis saltos son de una altura normal. Cuando tengo las alas es como si mis habilidades se multiplicasen, consiguiendo velocidad, agilidad y fuerza. Ahora tengo ganas de que vuelvan a salirme para ver de qué soy capaz con ellas. Lo que no sé, es como sacarlas.

 

(Durante esta semana se cumplen dos años de la publicación de mi primera novela, «El diario de Jensen». Compartiré cada día un capítulo con todos vosotros. Ya sabéis que podéis comprar mis libros en Amazon. También podéis seguirme en mi perfil de Instagram: @albertelp).

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