Alberto Leiva

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Un café amargo

Un café amargo

 

   Suena el despertador como cada mañana, con ese tono de alarma que cuando lo elegimos nos encanta pero según pasan los días comenzamos a odiarlo. La mano de mi mujer se posa con suavidad sobre mi cara creando una caricia, pega su cuerpo al mío y me da los buenos días con un beso en los labios. Un fuerte apretón en… una sonrisa mientras se levanta a toda prisa y se va corriendo hacia la cocina.
 

   Llevamos cinco años de casados y no puedo ser más feliz. Hemos tenido nuestros más y nuestros menos como en todas las relaciones, los seres humanos estamos hechos para chocar pero lo importante es quererse lo suficiente para aprender de ello y crecer juntos. Creamos un vínculo especial donde podemos entendernos sin necesidad de articular ni media palabra.
 
   Otra de sus características es que le encanta gritar desde cualquier punto de la casa, podría acercarse y decirme lo que sea pero no… Un grito y si no se escucha lo repite, es mi mujer.
 
   Puedo escuchar como me dice que me duche que me prepara el café. Y sí, yo también he aprendido a comunicarme a gritos… Le digo que vale y me voy a la ducha.
 
   Por un momento estuve a punto de ir corriendo a la cocina y darle un abrazo muy fuerte y un montón de besos, decirle lo mucho que la quiero y lo feliz que soy a su lado pero hoy es un día importante en el trabajo y no puedo llegar tarde. Viene el director de Alemania y tiene que estar todo perfecto. Sé que si voy una cosa llevará a la otra y se nos irá el tiempo.
 
   Me ducho, me visto y me voy a la cocina. Ya es tarde y desayuno lo más rápido posible mientras mi mujer se va a la ducha. Tiene que ir al médico por una revisión, últimamente le duele demasiado la cabeza y nunca padeció de migrañas.
 
   El café está delicioso, no sé como lo hace pero le sale increíble. He intentado hacerlo como ella incluso siguiendo sus pasos con ella a mi lado y no me sale igual. Es imposible. También me preparó una tostada con mermelada de fresa y un zumo de naranja. No puedo estar más agradecido por la forma en la que me cuida. Me tengo que conformar con prepararle el desayuno el fin de semana. Sobretodo le hago mi especialidad, tortitas con nata y sirope de chocolate, su preferido.
 
   Cuando termino de desayunar me voy a la puerta del baño y le digo que me voy a trabajar. Ella me contesta un “vale” bajo la ducha. Quizás debería haber entrado y darle un beso pero seguro que me tira agua y me moja, parecemos niños pequeños…
 
   La mañana transcurre bastante rápido. En el trabajo todo va bien, sin incidentes por la visita del director. Hasta que recibo una llamada.
 
   Suena el despertador como cada mañana, con ese tono de alarma que cuando lo elegimos nos encanta pero según pasan los días comenzamos a odiarlo. Esta vez sin mano, sin caricias, sin besos y sin apretones.
 
   Me levanto y me voy a la cocina. Hoy no tengo ganas de ducharme, me duelen demasiado los ojos, la cabeza y el pecho.
 
   Hoy prepararo yo el café, entre lágrimas, entre el dolor que produce todo este momento. No quiero zumo, no quiero tostada, no quiero mermelada de fresa. Sólo quiero que vuelvas, que vuelvas a reírte como tú solo sabes hacerlo. Tus caricias, tus besos, tus juegos que nos convierten en niños pequeños.
 
   Mi desayuno es un café sólo, un ramo de flores y un folio en blanco en el que debería escribir algo para leer esta mañana en la iglesia, pero no puedo, no puedo decirte adiós, hoy no. Maldito tiempo y maldita la hora en la que no corrí a la cocina a darte un abrazo y comerte a besos mientras te decía lo mucho que te quería. Maldita la hora en la que no quise perder el tiempo, tiempo que habría ganado a tu lado, sentirnos una última vez, tu cuerpo con el mío, nuestro amor escapando por los poros de nuestros cuerpos formando un único fluido.
 
   Maldigo el momento en el que no abrí la puerta del baño para meterme contigo en la ducha y acabar empapado, que arrancaras mi traje entre risas y nos dejásemos llevar una vez más. Dejarnos llevar, como siempre hicimos desde que nos conocemos.
 
   Lo siento por todas las veces que me callé un te quiero, que me guardé un beso o que me enfadé por cualquier tontería. Lo siento.
 
   Fue a las doce de la mañana cuando recibí la llamada.
 
   Los dolores de cabeza no eran más que una alarma que no habías elegido. Los médicos hicieron todo lo posible por estabilizarte pero fueron demasiadas venas rotas en la cabeza. Ni siquiera te dio tiempo a llegar a la consulta, te desplomaste en la recepción del hospital. Justo después de enviarme un último mensaje, tu última despedida hacia mí. “Entro en el hospital, luego te digo, bss te quiero”.
 
   Quizás nunca se está preparado para decir adiós. Yo no soy capaz de pensar que nunca volverás a sonreírme ni a prepararme el café por las mañanas, ni a darme un beso de buenos días. Maldito tiempo que nos consume sin valorar lo que de verdad importa.